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"... el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido"
Umberto Eco

BALZARINO, Ángel


Ángel Balzarino

Villa Trinidad-Santa Fe-Argentina//Rafaela-Santa Fe-Argentina.


Libros publicados:
Cuentos:
“El hombre que tenía miedo”. Rafaela, Ediciones E.R.A., 1974.
“Albertina lo llama, señor Proust”. Rafaela, Edición del Autor, 1979.
“La visita del general”. Rafaela, Ediciones E.R.A., 1981.
“Las otras manos”. Rafaela, Fondo Editorial Municipal, 1987.
“La casa y el exilio”. Santa Fe, Ediciones Sudamérica, 1994.
“Hombres y hazañas”. Rafaela, Fondo Editorial Municipal, 1996.
“Mariel entre nosotros”. Buenos Aires, El Francotirador Ediciones, 1998.
“Antes del primer grito”. Rafaela, Edición del Autor, 2003.
“El hombre acechado”. La Plata, Ediciones Al Margen, 2009.

Novelas:
“Cenizas del roble”. Rafaela, Ediciones E.R.A., 1985.
“Horizontes en el viento”. Rafaela, Edición del Autor, 1989.
“Territorio de sombras y esplendor”. Rafaela, Fondo Editorial Municipal, 1997.

OBRA NARRATIVA
Cinco cuentos

LAS OTRAS MANOS

Sí. Trato de imaginar que nada ha ocurrido. Los tres juntos. Como siempre. ¿Recobrar así fragmentos del pasado? No. Sin duda ya no podré. Rehuir el presente, más bien. Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable? Sólo quería acabar con la rutina y el aislamiento. Estaba agotada. Casi veinte años convertida en una máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre todo, Sebastián. Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el fastidio de las maestras, resguardarlo del menosprecio general. Lisandro siempre quiso llevarlo a un instituto donde le brindaran la atención necesaria. Me opuse. Por cariño de hermana como por un sentimiento de lástima y respeto. Soportaba un permanente acoso. Creí que algo de comprensión y ternura hubiera evitado su belicosidad. Pero a medida que una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el silencio eran una simple máscara. El rencor, como una rama seca ante el leve chispazo, iba a estallar abruptamente. Y sucedió cuando conocí a Marcial Ugarte. ¿Impedirlo? ¿Renunciar a la libertad, rechazar para siempre al único hombre que resultaba portador de un cambio? No quise hacerlo. Mi paciencia había llegado al límite. Estaba harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi conducta. ¿Con qué derecho? Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad. Callada, con los dientes apretados. Ya era hora de vivir sin ataduras ni rendir cuentas a nadie. Ajena a la inquietud de Lisandro y los intempestivos ataques de Sebastián, me sublevé. Otra persona de improviso. Vital. Arrebatada por un desconocido fervor. Capaz de reír, de tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil, quizá absurdo enamoramiento? A ellos les pareció una burla o una traición imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había logrado encandilarme. Traté de eludir cualquier roce, las palabras hirientes, el desgaste de agrias discusiones. De mil modos procuré hacerles entender que todos podíamos vivir en un clima de concordia, sin resquemores. Luché para no perder el universo de promesas y sueños y felicidad que él me ofrecía como un regalo. Fue inútil. No llegué a disfrutarlo. Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.

Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar eso: que Sebastián sufriera cualquier daño. No tuve otro propósito al pretender que Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres. Yolanda no atendió razones. Acaso sin comprender o advertir la conmoción que provocaba ese hombre. Tal vez era justificaba. Ya no soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador, de la falta de cualquier clase de diversión. El acercamiento de él tuvo el poder de trastornarla. Todo surgió distinto. Fascinante, más hermoso, atractivo. Y se dejó arrastrar por el goce embriagador. Casi aislada, indiferente. Sebastián resultó el más herido. Demasiado tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella. Se sintió mortificado por su actitud algo desdeñosa. Desplazado. Y no pudo aceptarlo. Sin tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y malhumorado que de costumbre. Advertí que poco a poco todos a su alrededor adquirían el carácter de feroces enemigos. Me llenó de inquietud y miedo. Conocía la facilidad con que explotaba en furia irracional. Se impuso el presagio de una tragedia. Comprendí que existía un solo medio para evitarla. Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle que se apartara de Yolanda. Decidí llevar una pistola por si no estaba dispuesto a cumplir mi deseo.

La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas impedían cualquier soplo de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio. Pasé unos minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo logró quitarme la pesadez del sueño. El hombre que avanzaba por la vereda de enfrente. Agazapado, los pasos presurosos. Me di cuenta en seguida que procuraba ocultarse. Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué hacía allí, a medianoche? Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor tranquilidad. Presentí alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido, por el puñal en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le hacían gestos de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria, eran ya habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a internarlo. Por fin se detuvo ante la casa de la esquina. La observó, algo vacilante, como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al dormitorio y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hacia la puerta de calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la verja del jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar. Sí, puede ser, aunque resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló completamente. Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle. Una súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor, desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo resguardo. Quedamos, así quietos, en tensa espera. Cuando superamos el estupor, corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.

Sí, señor. Yo atendí el llamado. Me costó entender qué pasaba. El hombre parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada. Después de anotar la dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos dirigimos al lugar del hecho. Había muchas personas en la calle, a medio vestir o cubriéndose con sábanas, como si acabaran de abandonar la cama. Hablaban todos a la vez, inquietos, agitando los brazos. Nuestra presencia logró imponer cierta calma. Esperé que se apagaran las voces para efectuar algunas preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver entrar en la casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó. Pocos minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que pudo decir. Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco. No tuvieron reparos en resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que anduviera libre por la calle, que sin duda había cometido una barbaridad en casa de Ugarte... Aturdido, los interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las armas, nos abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión. Supe que me había equivocado. Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las ropas, el cabello alborotado sobre la cara. Grité para detenerlo. Inútilmente. No pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse. Asustados. Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror. Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún. Tuve un segundo de turbación. Pero en seguida se impuso el sentido del deber. Levanté el arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del muchacho. Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo. Por fin se desplomó. Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla de consternación y respeto. Entonces entré en la casa de Ugarte. Luego de un breve recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto. Alrededor, claros signos de lucha por la ropa y varios objetos en desorden. Al inclinarme sobre él sentí una garra fría. Me faltó el aire. No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de una bala. Quise gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado de un puñal, mi disparo, Ugarte muerto... Por eso sin duda personal más capacitado que yo podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche. Por mi parte no tengo nada más que informarle, señor juez.

REMOTOS Y FASCINANTES FRAGMENTOS DE LA MEMORIA

Ahora despertaba un sentimiento de ternura o de infinita piedad cuando deambulaba por el pueblo a pasos nerviosos o, deteniéndose de pronto, efectuaba raras contorsiones con los brazos y el cuerpo mientras recitaba un poema o hacía la representación de una escena teatral. Nosotros, los que la conocíamos desde la niñez y habíamos compartido juegos, estudios y los sueños que pretendíamos concretar cuando fuéramos grandes, la observábamos impotentes, lastimados por su figura escuálida y cubierta con ropas deshilachadas y bastante sucias, con el deseo de reflejar algún signo de protesta o indignación al no poder hacer nada para librarla del ya imbatible desvarío.
No. Nadie hubiera imaginado algo así. Sobre todo porque desde muy chica parecía tener marcado un destino luminoso y de notable relevancia, cuando empezó a demostrar una especial cualidad para recitar un poema o interpretar diversos personajes en las obras representadas en la escuela para el 25 de Mayo, 9 de Julio y las fiestas al final de los cursos de cada año. Poco a poco resultó infaltable en la realización de cualquier acto. El ardor y seriedad con que desempeñaba el rol asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de los elogios y las felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa situación. La perspectiva de que llegara a convertirse en una gran actriz la colmaba de orgullo y justificaba la desmesurada cantidad de libros que compraba en la única librería del pueblo con el propósito de inculcarle el gusto por la lectura y el conocimiento por las disciplinas artísticas.
Las incontables actuaciones en la escuela y después en el salón del Club Social con el grupo de teatro independiente que había formado, nos hicieron creer que se marcharía a la capital o a una ciudad importante donde iba a tener mayores posibilidades. Pero todo se derrumbó. Abruptamente.
Fue después de la muerte de la madre. Si bien de pronto, al perder el pilar que siempre le había brindado apoyo y orientación, se encontró desvalida y sin saber qué hacer, la presencia del padre comenzó a tener inusitada vigencia. Entonces nos percatamos del desdén y aun el desprecio que le merecía lo que ella realizaba, no sólo porque jamás había presenciado alguno de sus trabajos sino por el tono despectivo con que solía responder a cualquier comentario sobre ella. Ya está demasiado grande para esas pavadas. Es hora de que haga algo provechoso. El camino que con tanta obsesión la madre quiso trazarle quedó bruscamente trunco y ella ya no tuvo el valor ni la determinación para romper las ligaduras, alejarse de la sombra nefasta del padre, intentar suerte en otro lugar, luchar abiertamente para poder cumplir su auténtica vocación. Nuestras ansias de ver su nombre en grandes titulares y su figura embelleciendo las revistas y alguna película quedaron definitivamente perdidas el día en que empezó a trabajar en la tienda del padre.
Como si fuera una propiedad de todos los habitantes, tal vez por el afecto y la admiración provocados por tantos momentos de emoción y alegría que nos había regalado, no pudimos aceptar verla allí, detrás del mostrador y trajinando con telas y clientes, bajo la dura y vigilante mirada del padre. Al principio tratamos de sacarla de esa rutina exasperante, le pedimos que regresara al grupo de teatro independiente, prometimos ayudarla para realizar sus aspiraciones. En vano. Adusta, con un creciente desapego por cuanto ocurría a su alrededor, rechazaba con secos monosílabos cualquier ofrecimiento. Cada vez más nos asaltó la idea de considerarla una prisionera. Aislada. Indefensa. Y así, con la impotencia de no poder modificar algo que ella ya parecía aceptar como una fatalidad, nos convertimos en testigos de su paulatino desmejoramiento.
A través de rumores y comentarios pudimos develar el modo como se desarrollaba su vida: el clima hostil que imperaba en la casa; las repetidas discusiones con el padre entre llantos y gritos furibundos; el rostro resplandeciente de él cada vez que se entregaba a la tarea de quemar una pila de libros en el fondo del patio; la marcha sigilosa de ella por la noche hasta la librería donde, por algunas horas, la dueña le permitía saciar la urgente necesidad de leer. Pero los signos de desequilibrio empezaron a notarse a través de la conversación con los clientes, ya que en vez de referirse a la operación comercial, prefería decir algunos versos del Canto General o parte del monólogo de Hamlet.
Al morir el padre, ya parecía una anciana con sus cuarenta y tres años. La piel extremadamente pálida, con una delgadez que insinuaba la forma de los huesos, la mirada perdida en algún punto indefinido. Sin noción de la realidad, regresó al tiempo en que daba cauce a su incipiente vocación, cuando se mostraba plena de vitalidad. Después de permanecer tantos años enclaustrada en la casa, empezamos a verla cruzar otra vez las calles. Presurosa. Observando todo con ansiedad y aun deslumbramiento, como si tratara de adaptarse a un sitio totalmente nuevo que descubría poco a poco. Hasta que, deteniéndose en cualquier esquina, revivía a través de gestos y palabras alguna de aquellas interpretaciones realizadas en la infancia.
Y para eso comenzamos a esperarla. Ávidos por recuperar una época que tanto nos había regocijado. El poema La bailarina de los pies desnudos. La escena en que Yerma mata a su marido. Los primeros versos de Hojas de hierba. Nos bastaba pedir y ella, luego de unos segundos en que trataba de encontrar en algún punto recóndito de su mente la respuesta adecuada, nos complacía. Generosa. Entusiasta. Entonces nuestros aplausos y gritos exultantes resultaban no sólo una muestra de agradecimiento sino más bien el modo de premiarla, de atenuar el sentido de la frustración que la había marcado con un estigma indeleble y reconocer las cualidades descubiertas años atrás. Nuestro propósito quedaba colmado cuando dejaba aflorar una sonrisa. Dulce. Gratificante. Que parecía otorgarle un fugaz momento de lucidez, orgullosa y feliz por la retribución que recibía, disfrutando el privilegio de representar el papel de la actriz que siempre quiso ser.

ELLOS, AL ACECHO

Sí. Como si fuera la única que estoy aquí. Tuvo la repentina certeza de ser el centro de la atracción de ellos. Traspasada por las miradas lacerantes. Vos tenés la culpa. Usás la ropa tan ajustada que volvés locos a los hombres. Aunque era justificado el reproche de su madre, le causaba regocijo el hecho de despertar interés, admiración, envidia, cada vez que marchaba por la calle o entraba a cualquier sitio. Creo que ésa puede ser. Vigilala bien. Comprendió que resultaba innecesario el consejo del Fito. Apenas ascendieron al vagón ella tuvo la virtud de destacarse entre los otros pasajeros. Alta, tensos y grandes los pechos, exhibiendo provocativa las piernas desnudas. Como si se tratara de un desafío, no bajó la cabeza ante la fijeza con que se dedicaban a observarla los dos muchachos apostados junto a una de las puertas. Sí. Todos quieren obtener una sola cosa. Pero debió admitir que ninguno como ellos se había atrevido a revelarle su propósito tan abiertamente, sin disimulo. Si Ezequiel estuviera aquí ya les hubiera dado una trompada. Sería la conse-cuencia lógica del malhumor y furia que siempre experimentaba por las palabras insinuantes y las miradas procaces de quienes pasaban a su lado, trastornado por unos celos casi enfermizos que, si bien le conferían el halago de saber cuánto la amaba, por momentos le otorgaban el carácter de una prisionera, sin el menor asomo de libertad. Si te molesta tanto cómo me visto y lo que me dicen por la calle, será mejor que busques otra compañía. La amenaza solía contenerlo, indicarle que el amor no le daba derecho a utilizarla como propiedad privada, sujeta a sus gustos y caprichos. Blanca y limpia y perfumada. Era fácil imaginarla así, cuando sus ojos voraces ya habían logrado despojarla de la diminuta pollera y la blusa fina y escotada. Conocer algo nuevo. Mejor. Esa fascinante perspectiva le produjo no sólo un repentino hormigueo en todo el cuerpo, sino también, de pronto, lo llenó de bronca y desazón al considerar que siempre había tenido que sacarse las ganas con la Graciela o la Turca Zamaro, pues nunca tuvo dinero para aspirar a otra cosa. Casi acostumbrándose a eso. Por necesidad o desesperación. Desde aquel atardecer en que, junto al Cholo Lamberti y los hermanos Piacenza, había penetrado sigilosamente en la casa vieja y con escasa iluminación, donde, luego de una espera en la que se mezclaban el deseo, la ansiedad y el miedo, se encontró a solas con la mujer en el cuarto saturado de olor a tabaco y perfume. Vamos, no puedo estar con vos toda la noche. Impaciente al notarlo tan indeciso y avergonzado, lo ayudó a desvestirse y después lo guió en el acto breve, arrebatador, que no llegó a depararle el anhelado placer sino más bien una sensación de tristeza y extrema laxitud. Fue similar las veces siguientes. Sin poder definir si era por el clima casi asfixiante o la voz plena de urgencia o la piel sudorosa y arrugada por la caricia de tantas otras manos. Para conseguir mujeres hermosas y un auto y cualquier cosa que te guste, se necesita plata. Mucha plata. El Fito insistía con el único medio que iba a liberarlo no sólo de la frustración y desesperanza que ya habían comenzado a gobernarlo al recorrer todos los días la ciudad buscando y vendiendo cartones y botellas para ayudar a su madre en los gastos, sino también permitirle abandonar alguna vez el mísero reducto de madera donde vivían amontonados como ratas y tener dinero para disfrutar las mujeres más atractivas. Si querés, puedo ayudarte a vivir de otra manera. De vos depende. La propuesta llevaba implícita una seductora promesa de poder y esplendor. Presintió la oportunidad tan anhelada. Sobre todo por comprobar encandilado cómo el Fito había dejado atrás el estado de pena e indigencia que compartieron en el barrio y podía andar orgulloso en una moto reluciente, estar acompañado por una mujer distinta cada semana, disponer siempre de un abultado fajo de billetes, como si fueran las cosas más naturales del mundo. Entonces no dudó. Estoy decidido. Decime lo que tengo que hacer. Al notar que el tren aminoraba la marcha no pudo definir si experimentaba alivio por librarse del feroz acecho de ellos o cierta desazón al concluir esa especie de juego cargado de sugerencias, gestos contenidos, miradas que parecían trasuntar turbios secretos, del cual resultaba la principal protagonista. Excitada. Gozosa. Como si hubiera estado haciendo el amor. Le resultó fácil imaginar la reacción entre sorprendida y horrorizada de su madre y, sobre todo, de Ezequiel, si les confesara lo que había llegado a sentir durante el viaje. Tené mucho cuidado ahora. No la pierdas de vista. Y conservá la calma. Desde que habían comenzado a trabajar juntos, casi un mes atrás, resultaban rutinarias las palabras del Fito cuando llegaba el momento de actuar. Pero ahora eran inútiles. No sólo porque ya había aprendido todos los trucos del engaño y la sagacidad para obtener con éxito el botín apetecido, sino más bien porque ninguna presa logró despertarle tanto interés y codicia como esa muchacha. Tenerla. Sólo para mí. El único anhelo, el trofeo que hubiera compensado tantos años de tristeza y desolación y, sobre todo, borrado el sabor amargo que casi siempre le dejaba cada fugaz encuentro con la Turca o la Graciela. Sí. Ahora empezaré a tener lo que siempre fueron sólo sueños. Al lado del Fito pudo adquirir un reconfortante sentimiento de fuerza y seguridad, cada vez más dispuesto a conquistar cualquier objetivo, sin temor, como si le bastara tender la mano para lograrlo. Aferrando el bolso, marchó presurosa hacia una de las puertas. Sofocada. Impaciente por respirar aire puro. Debía tener enrojecida la cara, reflejando la ráfaga de excitación y goce que la había arrebatado. Desvió la mirada hacia los causantes de ese estado. No. Nunca llegarán a saber lo que me hicieron sentir. Luego desaparecieron de su visión, cubiertos por los hombres y mujeres que, como si hubieran recibido una orden, se movilizaron con premura al detenerse el tren. Más que por propia voluntad, traspuso la puerta por la presión de los otros cuerpos. Vamos. No hay que perder tiempo. La voz del Fito sonó seca y perentoria. La orden que no admitía réplica. Sí. Para eso estamos aquí. Para trabajar. Procuró desplazar el hecho de haberse dejado embargar por el deslumbrante placer de quitarle la ropa a la muchacha y sentir la suave tibieza de su piel y poseerla sin apuro, olvidado de todo, con el deseo de prolongar indefinidamente ese momento. Apurate. El grito del Fito y la mano imperiosa sobre un hombro le hicieron avanzar entre la gente, forcejeando con rudeza por abrirse paso, los ojos clavados en la presa elegida. Al descender del tren la vio alejarse por el andén. Debés actuar con serenidad y rapidez. Tomar el objeto deseado y disparar a toda carrera. La reiterada recomendación le martilleó la cabeza cuando la tuvo a escasos metros, tentadoramente deseada en el zigzagueante movimiento de su cuerpo. Ahora. Ahora. No logró definir si el mandato provenía de la voz del Fito a sus espaldas o por comprender que había llegado el momento oportuno. Entonces tendió una mano hasta el bolso de la muchacha. Un gesto ágil. Violento. Y, como tantas otras veces, no necesitó volver la cabeza para adivinar el empujón del Fito y la caída de ella. El grito desesperado fue suficien- temente revelador. Y tanto para dejar de oírlo como para ponerse a salvo, aceleró la marcha. El único objetivo después de concretar el asalto. Correr.

CIERTO AIRE VENGATIVO

Después de poner en marcha el motor, permaneció con las manos sobre el volante, la mirada fija en ella, apostada junto a la puerta de la casa. Sólo una semana. No creo que demore más en regresar. Pretendió desalojar las sombras de duda con la seguridad de que, en tan breve lapso, nada malo habría de ocurrirle. Por fin, a impulso de cumplir la promesa de iniciar los trabajos en la propiedad de Hipólito Zárate, apretó el acelerador. Libre. Libre. El grito fue creciendo en el pecho a medida que abría las puertas y cruzaba las habitaciones y escudriñaba cada rincón en una tentativa por cerciorarse de estar sola, sin ninguna hostigante custodia. Ahora sí. Ahora. Desplomándose al fin en un sillón, no tanto por el cansancio de la carrera por la casa desierta, sino más bien para relajarse, descargar la acumulada tensión, dar cauce a la carcajada que surgió estruendosa. Poco a poco se dejó invadir por el anticipado placer que iba a producirle esa noche el encuentro con él. Diferente de otras veces. Más vital, apasionado. Juntos, sin temor ni inquietud. Solos. Mientras la camioneta avanzaba por el camino polvoriento y el sonido de la carga de maderas y herramientas resultaba casi adormecedor, no podía dejar de pensar en ella. Ya no debería preocuparme. Lo hice durante demasiado tiempo. Había sido el desvelo casi permanente desde la muerte de Celina, cuando contaba apenas once años. Se propuso cuidarla, sin interferencia de parientes ni amigos. Exigente, procurando moldear la educación, los gustos, la conducta de Alejandra de acuerdo con su voluntad. Siempre quise darle lo mejor. Que no le faltara nada. Advirtiendo tardíamente, con algo de culpa, que pese a formar en el curso de los años un mundo íntimo, nunca prevaleció entre ellos una corriente de afecto ni hubo manifestaciones de euforia o feliz camaradería. Separados por una barrera, sumidos en fría coraza de silencio. Tal vez no la comprendí. No llegué a saber realmente lo que deseaba. Al fin, fatigado de representar el papel de guía o atento vigilante, comenzó a llevarla a los bailes del Club Independiente o cualquier fiesta importante realizada en el pueblo. Aguardó que se enamorara. El casamiento. La mejor salida. Entonces podré quedarme tranquilo. Cerrar para siempre una etapa. Infructuosa la espera. Y cada vez más se le impuso la idea de los dos abroquelados en la casa, ella sobrellevando una soltería irremediable y él vencido por el peso de la vejez. El surgir impetuoso de varios perros lo obligó a disminuir la marcha. Despejado de improviso por los fuertes ladridos, comprendió que había llegado a la quinta de su amigo Zárate. Nunca aguardó tan impaciente la visita de él. El encuentro ya no iba a ser subrepticio, con el acecho de ojos implacables, como todos los que habían tenido después de conocerse en la fiesta organizada por el Club Independiente para celebrar los cincuenta años de su fundación. Una de las raras ocasiones en que ella y su padre salieron de la casa. Hacía algunos meses que la llevaba a diversos sitios, por una cena o un baile, sin comprender claramente el motivo. Tal vez para atenuar el confinamiento al que la sometió siempre o por el halago de exhibirla como joya deslumbrante, de exclusiva propiedad. Semejante comprobación la sacudió sobre todo aquella noche en el Club, a medida que la presentaba, jactancioso, expresando casi con la sonrisa mírenla bien, es mi hija, mi mejor obra, y tímidamente debía estrechar la mano de los hombres y ofrecer la mejilla al beso fugaz de las mujeres. Más que un medio liberador, hallarse allí tuvo el carácter de una penuria, presionada por la vigilancia de su padre, acorralada por las indiscretas preguntas de las mujeres y la mirada entre admirativa y codiciosa de los hombres. Luego de oír sin interés la charla desordenada durante toda la comida y cuando iban a comenzar los discursos y la entrega de medallas y diplomas, alguien la empujó bruscamente, vamos, ya es hora de divertimos un poco. Sin protestar siguió a la joven hasta el otro salón, más amplio, donde tres muchachos producían un sonido atronador desde el escenario. Aturdida, pero desligada de cualquier atadura, sólo quiso participar en el baile del grupo bullicioso. Quizá hacía rato que él la estaba observando cuando ella lo descubrió. Cerca del escenario, fumando en rígida postura, con el único objetivo o función de mirarla. No tuvo tiempo de superar el azoramiento; él la tomó de una mano y, conduciéndola hacia el centro del salón, casi la obligó a plegarse al ritmo de la música, sonriente, con la seguridad de quien sabe conquistar lo que se propone. Nunca me sentí mejor. Por primera vez conocía un abrazo cálido, fuerte, protector. Sin indagar demasiado por qué la había elegido ese desconocido -admiración, deseo-, dispuesta únicamente a gozar el placer súbito, absorbente, de permanecer así, acurrucada, sintiendo la voz cuyo tono no era autoritario como el de su padre sino suave, arrullador. Una puerta abierta. Salvadora. La oportunidad para acabar con el aislamiento, para compensar tanto tiempo de rabia y privaciones. Por eso se apresuró en aceptar un nuevo encuentro, lejos de testigos, íntimo. Y lo concretaron dos noches más tarde, en su cuarto. Furtivamente, temerosos de ser descubiertos por su padre. Después ocurrieron otros, fugaces, con la intranquilidad conferida por el acecho de un latente peligro. Hoy será diferente. Esta noche no tendremos sobresaltos. Y alborozada supo el fin de la espera cuando los golpes familiares le revelaron la llegada de él. Luego del baño que logró desalojar la fatiga y el polvo acumulado durante el viaje, compartieron la sabrosa comida que la vieja Esmeralda les servía con diligencia. Mientras evocaban recuerdos, hablaban de algunos hechos sucedidos en el curso de los meses que habían estado sin verse, se reían por diversas bromas, Zárate le explicó el trabajo que deseaba encomendarle: refaccionar las paredes y techos, pintar las habitaciones, embaldosar la amplia galería que circundaba la quinta. Por el inusitado ardor creyó adivinar otro propósito que el mero intento de otorgar mayor comodidad y belleza al lugar. ¿Cuál es la razón? ¿Acaso estás esperando alguna visita importante? Apenas una leve, enigmática sonrisa como respuesta. Sólo después del postre y mientras saboreaban un vino seco bien helado, pareció dispuesto a la confidencia. Habló, lenta, generosamente. La manera de expulsar todo aquello que le desgarraba el pecho: el agobio de sobrellevar siete años de austera viudez; la indiferencia de los hijos al visitarlo de tanto en tanto, sobre todo para pedirle dinero; la búsqueda de aturdimiento en el trabajo agotador; y especialmente las noches sin alivio ni subterfugio para eludir la premiosa soledad. Necesito una mujer. El corolario casi natural. Me interesa una. Desde hace bastante. Tu hija Alejandra. Abrió la puerta y, aferrándolo de un brazo, lo empujó hacia adentro. Impetuosa, desbordante de entusiasmo. Esperá, no hagas tanto ruido, puede oírnos, de pronto divertida por la susurrante voz plena de temor y el desconcierto dibujado en el rostro a medida que encendía las luces y lo llevaba en alocado paseo por la casa. No, por favor, sin atender las protestas ni preocuparse por el ruido de las sillas y mesas al chocar los cuerpos abrazados, arrebatada por el poder de sentirse dueña absoluta de todo. Se ha marchado, una semana, repitiendo casi obsesiva cuando al fin llegaron al dormitorio, mientras se apresuraba por desabrocharle la camisa y los labios rozaban la piel no sólo con la avidez del deseo sino también para quitarle cualquier huella de duda y escrúpulo, para incentivar una reacción apasionada. Nadie nos interrumpirá, ninguna odiosa mirada, cada vez más fuerte, victoriosa la voz. Solos. Siete días. Absolutamente solos. Apenas pudo dormir esa noche, acosado por la inesperada revelación de su amigo: el sentimiento de admiración y amor provocado por Alejandra y la firme intención de casarse con ella. Sí. El mejor candidato. Abrigando la esperanza de concluir por fin el rol de eficiente guardián, seguro de que nada habría de faltarle junto a ese hombre recto, de holgada situación económica, con quien los juegos y el afecto lo habían unido desde la niñez. Al día siguiente, mientras realizaba los primeros trabajos en la casa, se acentuó una perturbación: qué actitud adoptaría ella. Adivinó un estado similar en Zárate cuando Esmeralda le dijo que había salido muy temprano a recorrer el campo y controlar los animales, sin duda como un modo de ocupar el tiempo o aplacar el desasosiego. Tuvo la evidencia a la noche, al reunirse en el amplio comedor, los dos abstraídos, casi sin mirarse, aplastados por una dificultad que al parecer no sabían salvar o simplemente enfrentar. Hay una sola persona que debe resolver esto: ella. Quebrado el silencio por el estallido de las palabras, mientras apartaba el plato y clavaba los ojos en él, interrogante. Se limitó a mover la cabeza de manera afirmativa. Quisiera hablar con ella. Necesito saber su opinión. ¿Cuándo? Consideró superflua la pregunta al verlo levantarse y marchar presuroso hacia la puerta. Ahora. Vamos. Le pareció como probar una fruta distinta, más deliciosa que todas las conocidas, sacarse cada prenda con lenta delectación, sin el apuro ni el cuidado de tantas veces, orgullosa al descubrir a la tenue luz rosada el cuerpo esplendente y túrgido. Apurate. Ajena al perentorio reclamo, ocupada en realizar la operación que a cada momento tornaba más excitante la espera. Ya. Aquí estoy. Se deslizó por fin junto a él, comprendiendo que la tensión se había convertido en un globo a punto de estallar. Dejó que la rodearan los brazos ávidos. El cálido refugio que no quería perder nunca. Y fue abandonándose, con inédita serenidad, sin el menor resguardo del ruido y la luz y cualquier horadante mirada, felizmente vencida por el peso del cuerpo que la hundía en un remolino de placer cada vez más fulgurante. No. No. Quedó casi petrificado junto a la puerta abierta con violencia. No atinó a un gesto o palabra. Sin comprender claramente si era por el grito de Zárate y la furiosa premura en salir de la casa. O por la apabullante visión de los cuerpos sobre la cama. O más bien por la risa de ella. Provocativa. Con un aire de implacable venganza. Triunfal.

LA NOCHE, ELLOS, YO

-¡No! ¡No!
El grito, casi autoritario en la voz de él, entre temeroso y suplicante en la de ella, surgió como la única defensa contra las cuatro o cinco figuras -sombras apenas definidas en la oscuridad de la noche- que desde un zaguán y desde atrás de un árbol y desde el fondo de un baldío se abalanzaron hacia la calle Los rodearon. Cortándoles el paso. Amenazantes.
-¡Quietos! Se acabó el paseo.
El desconcierto transformándose de pronto en pánico, la rigidez como reflejo de impotencia o expectativa. Se apretaron más fuerte las manos, los cuerpos pegados en procura de transmitirse confianza o un hálito de coraje. Efímeros el silencio y la calma. Una de las siluetas se precipitó ágil y rotunda sobre él. De un tirón doloroso, ella sintió desprenderse la otra mano, tibia, protectora.
-¡Miguel!
Apenas una exhalación en la boca repentinamente cubierta por los dedos ásperos. Después las garras tenaces de los brazos inmovilizándola. Pero no le preocupó tanto debatirse, estéril y enmudecida, sino aquello que le ocurría a él en algún rincón de la calle penumbrosa, sólo imaginado por el sonido de los golpes y el furor de las palabras y los repetidos y fuertes quejidos. Cuando la quietud sobrecogedora reveló el fin de la lucha, tomó conciencia de ser arrastrada sin miramientos y depositada sobre el colchón de pastos duros y húmedos. Las figuras parecieron multiplicarse ominosas a su alrededor. Cada vez más débil, vencida por férreos tentáculos. Sin poder evitar el arañazo de la mano que desgarró el vestido.

(No, eso no. No seas mala. No soy, sabés que te quiero. Sí, sí, eso decís, pero nunca me das el gusto. Siempre lo hice, Miguel, menos eso. Ves que tengo razón. Nada más porque no está bien hacerlo antes de casarnos. Nosotros nos vamos a casar y será lo mismo. No, mamá y el padre Santiago dicen que no, no es lo mismo y yo... Sos vos la que no quiere. Sí, yo quiero complacerte, pero no está bien. Entendeme, por favor. Y casi todas las noches, en el pasillo o en un rincón del comedor solitario y apenas iluminado, el frenético deseo de él trataba de superar la barrera creada por la confusión o el miedo o un imbatible sentimiento de culpa. Tené paciencia, por favor, ya lo haremos, todo lo que quieras, la voz en urgente susurro para aplacar la arremetida de la boca ávida y las manos que diestramente desabrochaban la blusa y se deslizaban con placentera lentitud por los pechos suaves. Basta. Basta. Está bien, no te molesto más, la brusca separación, el malestar estallando en el latigazo de palabras refulgentes, te aviso que me estoy cansando y a lo mejor dentro de poco dejarás de verme por aquí. No, te lo ruego, no. Ya lo sabés, andá pensando en lo que vas a hacer. Y luego de marcharse, la acosaba la amenaza de perderlo, mientras recordaba el roce de los dedos queridos y se repetía con rabia que la próxima vez iba a ser más buena y le daría el gusto con tal de no verlo enojado, aunque fuera sucio, un pecado, sí, lo amaba demasiado y nunca resistiría vivir sin él.)

-¡Apurate!
-No vamos a estar toda la noche esperando.
-Sí. Acordate de nosotros.
Palabras apenas balbuceadas, imperativas en el tono, que le hicieron imaginar la furia desfigurando los semblantes tragados por la oscuridad.
-Calma. Esperen un momento -diferente, casi parsimoniosa la voz del que manipulaba con delectación sobre ella-. Todos nos vamos a divertir. Sin apuro. Será lo mejor.
¿Dónde estás, Miguel? No podés abandonarme ahora. ¿Qué te hicieron? No soportaré esto. Tampoco tendré valor para mirarte después a los ojos. Sucia. Con una mancha que nunca podré quitarme. No. No dejes que ocurra. ¿Estás herido, desmayado? Necesito verte. Por favor. Miguel. Miguel. Nada más que algún remoto sonido -el ladrido de un perro, el golpe de una puerta, la marcha indefinida de un vehículo- logró quebrar el letargo del pueblo y se confundió con el jadeo de ellos en la espera cortante como el filo de un puñal y el desgarro de la ropa convirtiéndose en jirones por imperio de las manos afanosas. Por fin, el aire cálido rozó los pechos y después la cintura y por último el comienzo de los muslos desprotegidos. Ahora. Ahora. Una idea liberadora se impuso contundente al atenuarse la presión sobre una pierna. El golpe de la rodilla estrellándose contra el otro cuerpo quedó desplazado por un brusco, rabioso quejido. Las siluetas se agolparon. Abrumadoras. Muy cercano, percibió el aliento cargado de alcohol y tabaco.
-Parece que te gusta jugar. Te vamos a dar el gusto. Ya vas a ver.
Miguel. Vení, por favor. ¿Dónde estás? Contestame. Ahora. No puedo esperar más. Y violentamente, sin tiempo para el rechazo, sintió en la boca los labios húmedos, ásperos, tan enardecidos como las manos -distintas de las otras, aquellas familiares, apartadas tantas veces por imposición o en resguardo del honor-, que luego del lento recorrido abarcaron por fin la redondez de los senos en una arrebatada, dolorosa caricia. No. Así no. Vos debías ser el primero, Miguel. El único. Sí. Tuvo un escalofrío, erizada la piel por el miedo y la certeza de no poder impedir el hecho previsto, tangible ya. No lo permitas, Miguel. Ayudame. No puedo. Por favor, no me dejes. No. No. Y los dientes mordieron la boca intrusa en exasperada pugna o como torva manifestación de dolor por la fuerza que abruptamente invadió su cuerpo.

(Hace tres días que no viene tu novio. ¿Están peleados? No. La otra noche hablaban fuerte. ¿Qué pasó? Nada importante. Lo de siempre. ¿No habrás...? No, mamá. No sé si ese muchacho te conviene. Creo que sólo le interesa divertirse con vos. No digas eso. Me quiere y yo también. Vamos a casarnos. Ojalá. Pero debés tener mucho cuidado. Por una equivocación podrás arrepentirte toda la vida. Y se debatía en la mayor incertidumbre sobre cómo actuar, insegura de cada palabra y cada gesto, menos del impetuoso sentimiento que la dominaba. Nos amamos y no debe haber secretos entre nosotros. Nada de lo que hagamos puede ser malo y reprochable. Se esforzaba por hallar justificativos, por conferirse una cuota de seguridad para complacer los requerimientos de él, indiferente a cualquier comentario o sugerencia de los otros. El ardor y la impaciencia suelen ser pésimos consejeros. Lo urgente ahora, tal vez mañana lo considerarás sin importancia o será motivo de remordimiento. Debes conducirte con mucha prudencia. Sí, padre. Pero nosotros nos queremos. Precisamente por eso debe existir mutuo respeto y tienen que organizar la vida en común libre de sombras y asechanzas. Nada consiguió otorgarle sosiego, marcar un rumbo definido. Sintiéndose culpable por el alejamiento de él, tres días en desoladora vigilia, con el creciente temor de la ruptura definitiva. No quiero pasar por esto otra vez. Si vuelve, haré lo que me pide. No puedo perderlo. Nunca lo soportaré. Nunca.)

Poco a poco fue cediendo la resistencia. Murió en la boca reseca cualquier sonido. Apresada en la oscuridad donde las figuras y las palabras y las risas parecían formar parte de un increíble delirio. Sólo consciente de ser el centro de la atención, el precioso y apetecible trofeo que todos se disputaban con encendida premura.
-Dale, viejo. No aguanto más.
-Yo tampoco.
-Nosotros también queremos divertirnos.
-Esperen. Ya termino. Esperen.
Miguel. ¿Acaso estás muerto? Yo empiezo a morir. Ahora. Sí. Muerta. Aunque después siga caminando y hablando y haciendo las cosas de todos los días. Derrotada. Un agotamiento cada vez más doloroso en las muñecas y las piernas aferradas, en la espalda brutalmente apoyada contra el suelo. Sin atender ni importarle las palabras airadas o las bromas hilarantes, el tumultuoso respirar, el acoso de los cuerpos frenéticos. Sola, Miguel. Cuando más te necesito. ¿Volveremos a estar juntos? Nada más que la certidumbre del desamparo, sin fuerzas para intentar la menor lucha o protesta. Ya nada será igual entre nosotros. Nos robaron lo que nos pertenecía. Algo que deseaba ofrecerte a vos. Únicamente.

(Malo. ¿Por qué? Tres días sin venir ni avisar nada. No pude. Tuve mucho trabajo. Tanto como para olvidarte de mí. No. ¿O acaso estabas enojado? Tampoco. La última vez te fuiste disgustado. Ahora estoy aquí y será mejor olvidar todo. ¿Qué te parece si vamos al cine esta noche? Eufórica de improviso por concluir la desgastante espera, creyó que era el momento de llevar a cabo la promesa rumiada con serenidad, dispuesta a obrar sin ligaduras. Sí. Aunque mamá y el padre Santiago me crean la peor mujer del mundo. No importa. No se enojará otra vez por mi culpa. Y mientras se encontraban en el cine no le interesó demasiado el espectáculo desarrollado en la pantalla, sino que prefirió acurrucarse junto al cuerpo de él tanto en búsqueda de tierna protección como para empezar a disfrutar el goce anhelado. Permaneció ajeno a los besos y caricias que pretendían salvar agravios, restablecer la confianza, relegar cualquier atisbo de resquemor. No puede engañarme. Todavía está furioso y cree que me negaré de nuevo. Se llevará una sorpresa. La mejor. Presintiendo voluptuosa el explosivo fervor, demoró el instante de la confesión, como si cada segundo acrecentara la fogosidad de lo proyectado. Sí. Esta noche. Lo que él siempre quiso. Mi regalo. Pero todo concluyó inesperadamente. Cuando salieron del cine, después de andar tres cuadras. Al surgir las siluetas indefinidas, en recio ataque.)

Casi un descubrimiento. Sorpresivo. Feliz. Comprobar poco a poco que tenía libres los brazos y las piernas y ya el cuerpo no era sometido por el embate de ellos. No pudo moverse, sin embargo. Entumecida, con la sensación de estar adherida a la tierra húmeda. Sólo los ojos -ardientes, esforzándose por tener abiertos- logró movilizar con temerosa lentitud, en una especie de reconocimiento o interrogación. Alrededor, apenas recortadas las figuras, a la espera de algo. Hasta percibir unos pasos. Lentos, inconfundibles. Sí. Es él. Por fin. Procuró erguirse sobre un codo. Hubiera querido proferir un grito de alivio, que expresara el final de la angustia y el miedo. Nada hizo. No tanto por fatiga o incapacidad, sino por el mazazo de la voz anónima que derribó la última capa de defensa. Una orden escueta, plena de urgencia:
-Vamos, Miguel. Apurate. Ahora te toca a vos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

REMOTOS Y FASCINANTES FRAGMENTOS DE LA MEMORIA

Me quedo con este cuento...podemos ser los asesinos de las aspiraciones y deseos de nuestros hijos, a veces sin llegar a los extremos de ese padre tirano e ignorante...

mis felicitaciones


saludos